martes, 25 de marzo de 2014


JONÁS

El día se fue sin que le importase nada, como disimulando el paso del tiempo, cómplice, se volvió parte de la masa innominada del aburrimiento.
Sentí la imposibilidad de separarme de él, (del aburrimiento o del día), de decir y ordenar las cosas por categorías, discernir una ventana, la mesa, el pan, las frazadas y la taza de café, mis manos, la tristeza. Pensar que se trataban de cosas distintas me resultaba absurdo.
De poder hacerlo me hubiese preocupado por el orden de la casa o por cumplir con alguna tarea. Aquel eterno y enorme rumiante que a todo vuelve la misma cosa se había sentado sobre mi pecho. Sin embargo mordí el último pedazo de pan y bebí el último sorbo de café.
La cama estaba desordenada pero entré en calor y la lluvia me durmió.

Era un lunes sin despertador aunque yo no estaba enfermo, ni había paro, ni era feriado, ni era domingo, ni estaba declarado un toque de queda en la ciudad. Sólo estaba esa convicción de no poder moverse, de pesar dos mil kilos; pero a eso nadie se lo toma en serio. Me tapé hasta la cabeza y me quedé oyendo con temor para afuera, como si esperase la voz magnánima de la racionalidad exigiéndome la inmediata reintegración a su orden.
Exigiéndome digno de mis derechos y mis deberes por ella otorgados.
Atrincherado en el corte del servicio telefónico, me sorprendí en una idea devastadora: que yo haya esperado el llamado de aquella voz, ya era el llamado y ya era la voz. Esta conclusión me aterrorizó.
Salté de la cama y huí. En el muelle di con un pequeño barco que partía a una ciudad lejana y con el poco dinero que llevaba pague mi pasaje para ir en él, lejos del llamado de aquella voz.
Estando el barco ya en alta mar, metido dentro de la noche cerrada, rodado de estrellas fantasmales en el cielo que se multiplicaban en el agua, navegando en dirección de la lejana ciudad, se levantó un gran viento y hubo en el mar una gran tempestad.
Pensamos que la nave se partiría, las olas nos tapaban y desaparecían dejándonos en la cima del manipulado mar para volver a hundirnos bestialmente.
Lo único identificable en el caos era el terror que hacía brillar los ojos de los marineros, quienes aferrados a la cubierta clamaban a dios.
Luego de haber echado al agua todo aquello que llevaban para alivianar el peso de la embarcación, movido por el miedo o la desidia bajé al interior del barco y me dispuse a dormir envuelto en unos trapos.
El capitán, un hombre no muy alto pero ancho y rudo, con la barba chorreando agua salada y los ojos amarillentos bajó enfurecido e increpándome me tomó de los hombros con las manos deformadas por la vida en el mar.
- ¡Vamos, levántate y ruega también a tu dios a ver si nos salvamos! Un sacudón nos tiró a un rincón.
Quedamos cara a cara, el marinero olía a alcohol y tabaco húmedo. Aterrado, me vio como si yo fuese la causa de su terror y no el miedo de morir ahogado.
-¿Quién sos?, ¿qué hiciste para que nos pasara todo esto?, ¿quién sos?
Esas preguntas abrieron una grieta en mí por donde se filtró un poco de la desesperación
que reinaba allí, me apresuré a dar una respuesta pero no había tal cosa, o sí, pero era un tanto difícil de formular en tales circunstancias.
-No sé, hoy no fui a trabajar y... Una madera no resistió el azote del mar y el estruendo me salvo de seguir con la ridícula explicación.
El hombre se recompuso, me apartó bruscamente, estuvo por decirme algo pero se apresuró a ver que sucedía en la cubierta.
Una ola de culpa me tapó y estuvo a punto de asfixiarme, sentí que mis ojos ya se parecían a los de los marineros en aquel brillo que lograba el terror, intenté salir a la cubierta.
Apenas asomé la cabeza, uno de ellos, a quien juzgué el menor de todos, al menos aparentaba unos dieciséis años se me acercó a los tumbos.
El castigador mar se imponía con su máxima furia a nuestro alrededor.
-¿Qué hay que hacer para que el mar se calme?, ¿qué hay que hacer contigo?
Tanto el joven marinero, como todos allí, estábamos convencidos de mi culpa por la
tempestad. Yo inclusive.
Les dije que de considerarlo necesario me tiraran al mar, recién allí descubrí que entre ellos hablaban un idioma distinto, que no me resultaba parecido a ninguno de los que alguna vez oí hablar, un idioma quizás antiguo. Trabajaron arduamente para controlar la nave y devolverla a tierra firme, pero todo esfuerzo fue vano.
Tras largos intentos para controlar la nave decidieron optar por tirarme. Lo que me llamó la atención fue que habiendo sido yo mismo quien propuso ser arrojado lo hicieran con semejante prepotencia. Dos de los marineros, los más corpulentos, me tomaron con fuerza y zamarreándome me llevaron a estribor. Cuando pasé frente al muchacho bajó la mirada, el resto de los marineros no apartaron su mirada hasta que llegué al borde del barco.
Como adivinando las intensiones de la tripulación el mar empezó a menguar su furia.
Repito que me pareció un exceso haber dispuesto a dos marineros para que me arrojaran, con uno sólo de ellos bastaba para que volara unos cuantos metros fuera de la embarcación.
Parado ya en el borde vi el mar subir y bajar, miré una vez más a los hombres expectantes, que aferrados a unas sogas murmuraban algo en tono de oración, el patrón dio la orden con un disimulado gesto y los marineros me empujaron esmeradamente.
Bajo las aguas abandoné mi cuerpo a sus movimientos. Subí y bajé, o quién sabe qué y quedé flotando a la deriva, ya con el mar en calma y sin barco.
La sal me quemaba la garganta y la nariz. Giré mi cabeza buscando algún punto de referencia, el cielo estaba verdeando con el amanecer.
No sé cuánto tiempo estuve así. Un estruendoso ruido me sobresaltó y miré
desesperadamente como alguien que recién ha quedado ciego. Tragué agua una vez más, eso me asqueaba tremendamente. Enfoqué mis ojos en el lugar de donde venían las ondas, segundos después vi salir un monstruoso bulto, definiéndose en los instantes que estuvo en el aire como un gran pez plateado.
Este nuevo chapuzón salpicó una cantidad tremenda de agua que llegó hasta mí. Apreté los dientes con fuerza y sacudí las manos desesperadamente intentando nadar, pero recordé que no sabía. Luego de aquel ruidoso desgaste de energía estaba en el mismo lugar. El monstruoso pez nadó en torno mío dándome un par de vueltas. A veces lo hacía un poco más sumergido y no podía seguirlo con la vista, una de esas fue la que aprovechó a saltar hacia mí.
El sol recién salido le hizo brillar las escamas y las pequeñas gotas que se desprendían de él. Corcoveó en aire y cayó pesadamente sobre el agua, muy cerca.
Lo vi de frente cortando la superficie del mar hacía mi, abrió su gran boca y me tragó.