viernes, 5 de diciembre de 2014


La cábala de los muertos


Mi hueserío ha sido del caldo vivo,
mi hueserío ha sido, lo que antes barro.
Piedras al elefante de cristal,piedras,
lo que ahora pasto.

La cábala de los muertos está zumbando.
Insectos en el cielo ciego, insectos
de hambre y espanto,
la cábala de los muertos está vibrando
y el elefante cae en mil pedazos:

Mi hueserío ha sido del caldo vivo,
mi hueserío ha sido lo que antes barro.

viernes, 31 de octubre de 2014


MANUSCRITO HALLADO EN UN LAVARROPAS.

Todos los días hasta hoy,
toda la espuma del mar,
todas las semillas del sol
que por mi ventana
veo entrar,
pequeña velocidad;

velocidad.

Todos los antílopes del mundo
corriendo en estampida,
todos los antílopes
están aquí,
intentando sobrevivir,

girando en este hueco vientre
de este blanco electrodoméstico
perdido en algún lugar,
pequeña velocidad,

velocidad.

martes, 10 de junio de 2014




GAME OVER.

Maldito viejo sagrado: el ciego Lito. “¿Cómo andás?” me dijo; “¿cómo no me voy a acordar de vos? Si te pasabas todo el día en las maquinitas”. Le faltó decir: “yo a vos te adiviné el futuro cuando eras gurí”. Porque a tientas en el mostrador, entre las bolas del fliper y las monedas acumuladas; entre las vidas ganadas y celebradas por los otros, me escuchaba a mí, perder. “Geimover, tomá a ver si es con esta ficha la cosa, vení Geimover, tomá” gritaba el viejo adivino. ¡Qué puntería! venir a llamarme “Geimover” a mí.


martes, 15 de abril de 2014


HERMANO ESQUIMAL 2 (la noche del insecto luminoso)

La cantidad de nieve que había caído llegaba a la mitad de la ventana del dormitorio y hacía más oscuras las cortinas. El frío atravesaba las paredes, el espacio entre ellas y la cama, las frazadas y mi ropa hasta mis huesos.
Tomé fuerzas y decidí descolgar un par de camperas del perchero y tirarlas sobre la cama. Estuve apunto de correr las cortinas y ver la devastación del mundo pero tenía pocos minutos de calor así que volví debajo de las frazadas y las camperas hecho un ovillo con los dientes apretados. La montaña de abrigo parcializaba mi visión de la ventana, así que decidí no mirar más, no ver del todo estimula los misterios. Los sonidos llegaban apagados, envueltos en la nieve que caía a montones. La cama crujía de frío o de miedo.
Miré hacia la mesa de luz, prendí la lámpara y se iluminaron las migas del pan que ya me había comido, en el fondo de la taza había un poco de azúcar con café, unas gotas pegajosas que multiplicaban en versiones pequeñas la bombita. Aunque estaba helada la tomé del haza y dejé que resbalara lentamente por la loza hasta mis labios y luego, con un poco de saliva la empujé por mi garganta. Supuse que me haría falta algo de calorías.
Junté con las manos las migas, hice una montaña y luego la empujé al fondo de la taza. Los vidrios habían empezado a crujir, me apuré a limpiar bien la mesa de luz y aprovechar todas las migas de pan. Tenía una linterna chiquita en el cajón, cuando la encontré la nieve ya había empezado a filtrarse hacia adentro. Me hundí en la cama, me tapé hasta la cabeza y esperé. Afuera, el barrio lleno de nieve, metros y metros cubriendo autos, arboles, casas, semáforos, todo desaparecido y blanco, todo blanco.
 Prendí la linterna, creo que ya había entrado bastante más nieve al cuarto, hacía más frío y el reflejo de luz era menor. Tenía que economizar bien aquellas migas de pan mojadas de café, las iluminé con la linterna y aún estaban allí, marroncitas, como hojas de un otoño en miniatura. Apenas intenté esta comparación tuve la sensación de no saber que era “otoño”, como si nunca hubiese tenido una palabra para nombrarlo o como si nunca hubiese tenido la necesidad de hacerlo. La noción del marrón la tenía y de las hojas secas también pero la noción del fenómeno del otoño se me hizo escurridiza por unos instantes.
 Iluminé hacía los pies de la cama, alrededor, había un rollo de papel higiénico aplastado y, como la taza estaba muy fría, la envolví con el papel y luego hice lo mismo con mis pies que empezaban a enfriarse cada vez más. Escuché un árbol caer, o un ruido similar y después los vidrios de mi ventana quebrarse, la nieve entró como una avalancha. Me hice un ovillo, desde adentro de la cama empujé
las paredes y encontré la resistencia de la nieve en los costados. Prendí y apagué la linterna un par de veces, como una luciérnaga que perdió su tribu. Interrumpió esto un fuerte olor a carne cruda o a grasa. Escuché unos pasos y volví al juego de la linterna, cada vez que prendía y apagaba separaba en sílabas “es-toy -a-cá, es-toy-a-cá” yo creía que eso era código morse o algo así, “es-toy-a-cá”.
El olor empezó hacerse cada vez más fuerte y se me llegó a la garganta. Los pasos se acercaron y la linterna se me quedó sin pilas. Tosí con la fuerza que tenía, porque el frío cansa. Me tocaron un par de veces con un palo como cuando se intenta probar un terreno, enseguida me destaparon y me helé.
-¿¡Qué haces!? Dejá que me tape. ¡Que frío que hace! Increpé al esquimal que estaba parado en la cama con las botas empapadas de nieve. En una mano tenía una larga lanza y en la otra un farol que chorreaba cebo. Alrededor se extendía y entraba o salía por lo que quedaba de mi cuatro un lago de escarcha blanca y brillante. Mi cama flotaba como una balsa envuelta en la frazada. Luego me dio un pedazo de grasa.
-Frotátela por el cuerpo, te va a sacar el frío, es de foca. Dijo mientras empezó a remar con las manos. De a poco la cama se desplazó entre la nieve hacia la ventana que estaba abierta , luego agregó.
– Vamos, vamos que todos tenemos un oso que cazar.

martes, 8 de abril de 2014




AMULETO

Un dolor de espalda me había tenido todo el día boca a bajo en la cama. Esta posición no me resultaba incomoda pero sí aburrida. Boca arriba al menos podía leer, pero el dolor era insoportable en cualquier otra posición que no fuera la que mantenía. En realidad leer boca abajo se puede, pero después de un rato de tener el libro tan cerca duelen los ojos y el cuello.
Dormí unas horas. Desperté. Intenté moverme de apoco, probando la espalda, reconociéndome dolorido, fui despacio sondeando el terreno por el cual me podía mover.
No era mucho, apenas un poco el cuello y los brazos, que los tenía por fuera de las frazadas. Aproveché para acomodarme la almohada y ponerme más al borde de la cabecera de la cama.
De ahí escuché la radio del vecino o la lluvia. Resoplé. La imposibilidad de moverme hacía mil veces peor todo. En la pared vi que el sol se había ido, sin mover más que los ojos la recorrí un rato. Me había convertido en una máquina de desear ser otro, de fabricarme vidas distintas y mejores: la de un atleta con un cuerpo sano, sin dolores de espalda, la de un entusiasta al quién cualquier adversidad lo motiva, la de alguien exitoso, alegre en una fiesta o la de un tipo con fe. El frío se acentuó y cada vez había menos luz en la habitación. Entre la cabecera y la pared encontré una media. 
No me sorprendió que estuviera allí vaya uno a saber desde cuando, en definitiva una media es una media y suelen andar por cualquier lado, de hecho no son indispensables como para que alguien perciba su desaparición y pueden ser sustituidas por cualquier otra, lo cual facilita que sean olvidadas.
Otro factor que conspira contra la memoria de la media es que uno puede tener tres o cuatro pares iguales, esto es, por ejemplo, seis u ocho medias negras con rombos rojos y verdes, cifra que permite altas posibilidades de combinación, volviendo casi imperceptible, como decía, la ausencia de una. En conclusión, cualquier media podría haber estado allí todo el tiempo que quisiese sin causar una falta significante para nadie. Dos cosas sí me llamaron la atención. Una, que la media era amarilla y yo nunca había usado medias de ese color, la otra que parecía flotar y yo nunca había usado medias así. Sentí curiosidad y a los pocos segundos estaba recorriendo sigilosamente la sábana con la palma de una mano en dirección al prodigio. 
Debo confesar que si bien el tedio me había estado masticando de a poco por largos días, un milagro de estos, por más humilde que fuese, me maravillaba. En otros tiempos me hubiese gustado ser capaz de teletransportarme, con el único fin de no perderme nunca un asiento en el ómnibus, por más lleno que este viniese y por más lejos que el asiento se encontrase. Siempre esperé que sucediera algo que empatara las cosas, es verdad. Recién cuando toque la media amarilla me di cuenta que estaba siendo sostenida por algo. Use mi mandíbula como bastón y me aproximé unos centímetros al borde de la cama, los músculos de la espalda se tensaron por esta maniobra y eso me causó un dolor que me obligó a respirar detenidamente por un rato.
 Estuve con la media entre los dedos, el dolor menguo y volví a concentrarme. Con suspenso quité la prenda, quizás temiendo lo que podría estar oculto debajo, pero en el último tramo se me resbaló y abruptamente quedamos cara a cara con un interruptor. Me encontré decepcionado, lo cierto es que yo esperaba otra cosa, un objeto mágico, una lámpara maravillosa, un amuleto; no un interruptor. Recién después de la decepción me percaté que jamás lo había visto, pero esto no me reavivó la curiosidad. El interruptor salía de la pared unos centímetros sostenido por dos cables, uno celeste y el otro marrón, del mismo marrón que el interruptor. Intenté quitarlo de mi vista con un empujón hacia abajo pero por el material mismo de los cables volvió suavemente al mismo lugar donde estaba. Minutos después, como la habitación estaba en penumbras, antes de intentar con la lámpara de la cabecera busqué con los dedos interruptor e intenté encenderlo. 
Subí la llave y no percibí ninguna variedad en la luz de la habitación, ni siquiera en la luz de afuera que hacía ya unas noches no prendía. Bajé la llave, intenté detectar una diferencia, pensé que bien podría no haber notado nunca una luz encendida desde siempre y sí notar su ausencia o su reaparición, pero nada. 
Con frustración subí y bajé la llavecita muchas veces. Al término de esta descarga empecé a recorrer el cablecito con los dedos hasta donde pude y luego con la vista, allí sí me llamó la atención que saliera del suelo, por lo general los cables salen de las paredes. Pensé y pensé, volví a intentar, abriendo y cerrando la llave con al mismo resultado, repasé el recorrido del cable desde el misterioso interruptor hasta hundirse en el mismísimo suelo. Tuve en cuenta la inclinación con la que lo hacía, el ángulo que formaba, el tiempo que demoraba en volver al lugar, tracé mentalmente su trayectoria y, con un margen de más menos unos metros, la bombita de luz que estaba prendiendo y apagando se encontraba en un escritorio de una habitación de un edificio de la ciudad de Fukuoka, en el suroeste del Japón, habitación perteneciente a un joven estudiante de física. Rápidamente estimé la diferencia horaria, y siendo entonces ya las 20:00hs deduje que de aquel lado del mundo serían las 08:00hs, momento en el cual el estudiante estaría aprontándose para concurrir a clases. Imaginé lo que este suceso significaría para aquel muchacho.
 Tener una lámpara prendiéndose y apagándose sola sobre la mesita de luz no sería cosa de todos los días. El estudiante examinó la lámpara para descartar la hipótesis del falso contacto, se fijó en el enchufe y en el resto de la instalación, observó detenidamente todo sin dar con la cusa. Desde aquí abrí y cerré varias veces la llave, el japonés perplejo se arrojó al suelo para fijarse debajo de la cama, detrás del mueble y dentro de los cajones. No tuve en cuenta una variable importante, y en una de las series de encender-apagar la bombita se quemó. Le di tiempo al muchacho a remplazarla para seguir con el juego, esperé unos minutos pero el reemplazo no apareció. El joven estudiante guardó en su mochila una calculadora científica que encontró en el primer cajón, vio que la luz seguía apagada, se encogió de hombros y guardó un par de cuadernos. Yo esperé atento. El muchacho se calzó la mochila, consultó la hora en su celular. Abrí y cerré la llave otra vez, eran las 20:30hs y me dormí con el interruptor en la mano. Del otro lado ya no había nadie. 

martes, 25 de marzo de 2014


JONÁS

El día se fue sin que le importase nada, como disimulando el paso del tiempo, cómplice, se volvió parte de la masa innominada del aburrimiento.
Sentí la imposibilidad de separarme de él, (del aburrimiento o del día), de decir y ordenar las cosas por categorías, discernir una ventana, la mesa, el pan, las frazadas y la taza de café, mis manos, la tristeza. Pensar que se trataban de cosas distintas me resultaba absurdo.
De poder hacerlo me hubiese preocupado por el orden de la casa o por cumplir con alguna tarea. Aquel eterno y enorme rumiante que a todo vuelve la misma cosa se había sentado sobre mi pecho. Sin embargo mordí el último pedazo de pan y bebí el último sorbo de café.
La cama estaba desordenada pero entré en calor y la lluvia me durmió.

Era un lunes sin despertador aunque yo no estaba enfermo, ni había paro, ni era feriado, ni era domingo, ni estaba declarado un toque de queda en la ciudad. Sólo estaba esa convicción de no poder moverse, de pesar dos mil kilos; pero a eso nadie se lo toma en serio. Me tapé hasta la cabeza y me quedé oyendo con temor para afuera, como si esperase la voz magnánima de la racionalidad exigiéndome la inmediata reintegración a su orden.
Exigiéndome digno de mis derechos y mis deberes por ella otorgados.
Atrincherado en el corte del servicio telefónico, me sorprendí en una idea devastadora: que yo haya esperado el llamado de aquella voz, ya era el llamado y ya era la voz. Esta conclusión me aterrorizó.
Salté de la cama y huí. En el muelle di con un pequeño barco que partía a una ciudad lejana y con el poco dinero que llevaba pague mi pasaje para ir en él, lejos del llamado de aquella voz.
Estando el barco ya en alta mar, metido dentro de la noche cerrada, rodado de estrellas fantasmales en el cielo que se multiplicaban en el agua, navegando en dirección de la lejana ciudad, se levantó un gran viento y hubo en el mar una gran tempestad.
Pensamos que la nave se partiría, las olas nos tapaban y desaparecían dejándonos en la cima del manipulado mar para volver a hundirnos bestialmente.
Lo único identificable en el caos era el terror que hacía brillar los ojos de los marineros, quienes aferrados a la cubierta clamaban a dios.
Luego de haber echado al agua todo aquello que llevaban para alivianar el peso de la embarcación, movido por el miedo o la desidia bajé al interior del barco y me dispuse a dormir envuelto en unos trapos.
El capitán, un hombre no muy alto pero ancho y rudo, con la barba chorreando agua salada y los ojos amarillentos bajó enfurecido e increpándome me tomó de los hombros con las manos deformadas por la vida en el mar.
- ¡Vamos, levántate y ruega también a tu dios a ver si nos salvamos! Un sacudón nos tiró a un rincón.
Quedamos cara a cara, el marinero olía a alcohol y tabaco húmedo. Aterrado, me vio como si yo fuese la causa de su terror y no el miedo de morir ahogado.
-¿Quién sos?, ¿qué hiciste para que nos pasara todo esto?, ¿quién sos?
Esas preguntas abrieron una grieta en mí por donde se filtró un poco de la desesperación
que reinaba allí, me apresuré a dar una respuesta pero no había tal cosa, o sí, pero era un tanto difícil de formular en tales circunstancias.
-No sé, hoy no fui a trabajar y... Una madera no resistió el azote del mar y el estruendo me salvo de seguir con la ridícula explicación.
El hombre se recompuso, me apartó bruscamente, estuvo por decirme algo pero se apresuró a ver que sucedía en la cubierta.
Una ola de culpa me tapó y estuvo a punto de asfixiarme, sentí que mis ojos ya se parecían a los de los marineros en aquel brillo que lograba el terror, intenté salir a la cubierta.
Apenas asomé la cabeza, uno de ellos, a quien juzgué el menor de todos, al menos aparentaba unos dieciséis años se me acercó a los tumbos.
El castigador mar se imponía con su máxima furia a nuestro alrededor.
-¿Qué hay que hacer para que el mar se calme?, ¿qué hay que hacer contigo?
Tanto el joven marinero, como todos allí, estábamos convencidos de mi culpa por la
tempestad. Yo inclusive.
Les dije que de considerarlo necesario me tiraran al mar, recién allí descubrí que entre ellos hablaban un idioma distinto, que no me resultaba parecido a ninguno de los que alguna vez oí hablar, un idioma quizás antiguo. Trabajaron arduamente para controlar la nave y devolverla a tierra firme, pero todo esfuerzo fue vano.
Tras largos intentos para controlar la nave decidieron optar por tirarme. Lo que me llamó la atención fue que habiendo sido yo mismo quien propuso ser arrojado lo hicieran con semejante prepotencia. Dos de los marineros, los más corpulentos, me tomaron con fuerza y zamarreándome me llevaron a estribor. Cuando pasé frente al muchacho bajó la mirada, el resto de los marineros no apartaron su mirada hasta que llegué al borde del barco.
Como adivinando las intensiones de la tripulación el mar empezó a menguar su furia.
Repito que me pareció un exceso haber dispuesto a dos marineros para que me arrojaran, con uno sólo de ellos bastaba para que volara unos cuantos metros fuera de la embarcación.
Parado ya en el borde vi el mar subir y bajar, miré una vez más a los hombres expectantes, que aferrados a unas sogas murmuraban algo en tono de oración, el patrón dio la orden con un disimulado gesto y los marineros me empujaron esmeradamente.
Bajo las aguas abandoné mi cuerpo a sus movimientos. Subí y bajé, o quién sabe qué y quedé flotando a la deriva, ya con el mar en calma y sin barco.
La sal me quemaba la garganta y la nariz. Giré mi cabeza buscando algún punto de referencia, el cielo estaba verdeando con el amanecer.
No sé cuánto tiempo estuve así. Un estruendoso ruido me sobresaltó y miré
desesperadamente como alguien que recién ha quedado ciego. Tragué agua una vez más, eso me asqueaba tremendamente. Enfoqué mis ojos en el lugar de donde venían las ondas, segundos después vi salir un monstruoso bulto, definiéndose en los instantes que estuvo en el aire como un gran pez plateado.
Este nuevo chapuzón salpicó una cantidad tremenda de agua que llegó hasta mí. Apreté los dientes con fuerza y sacudí las manos desesperadamente intentando nadar, pero recordé que no sabía. Luego de aquel ruidoso desgaste de energía estaba en el mismo lugar. El monstruoso pez nadó en torno mío dándome un par de vueltas. A veces lo hacía un poco más sumergido y no podía seguirlo con la vista, una de esas fue la que aprovechó a saltar hacia mí.
El sol recién salido le hizo brillar las escamas y las pequeñas gotas que se desprendían de él. Corcoveó en aire y cayó pesadamente sobre el agua, muy cerca.
Lo vi de frente cortando la superficie del mar hacía mi, abrió su gran boca y me tragó.